La hora de las campanas

El aspecto que presentan las calles de Colonia Suiza al amanecer de un domingo difiere pelo a pelo del bullicio de los días de semana. Dos chicos esperan el bus, otro pasa caminando con la gorra puesta hacia la Plaza de los Fundadores. No se necesita ser muy observador para saber que los tres vienen de bailar y los dos son de Rosario o de algún destino que les lleve Compañía Colonia. Con el correr de los minutos los chicos parten y el último muchacho se pierde con los primeros rayos de sol, apenas visible por las nubes, hacia la avenida Gilomén a paso lento. Las cortinas de la panadería ya están abiertas y el panadero hace rato que llegó. Seguro ya están horneados esos primeros bizcochos de la mañana que la gente más tarde agotará hasta la última tanda de la noche.  El motor de una motocicleta estalla al cruzar la esquina, quizá igual como esos chicos de la madrugada, el piloto está llegando luego de la noche a buscar el descanso de su cama. Así avanza la mañana y no se mueve un pelo en el pueblo hasta que la quietud horizontal en la que se mantiene, se rompe con el tañar de las campanas de la Iglesia. Alguien está llamando a la misa del domingo. Intuyo, no con poca imaginación, que es el sacerdote, fiel o sacristán que tira de las cuerdas. 

Entonces empiezan a salir desde los umbrales de sus casas los primeros cristianos que buscan su alimento espiritual.  Las campanas de las otras iglesias también llaman a sus fieles y pocos herejes  se mantienen en sus casas firmes. Y aquí me detengo, con permiso del lector que todavía continúa leyendo este texto,  en una disgregación sobre el reloj de la Iglesia. Como todo vecino del centro, sabe porque escucha, que las campanas suenan cada quince minutos.  Los que andamos por aquí sin reloj en la mano, nos ayuda a llegar puntuales a las citas con el dentista,  cosas por el estilo. Y con el tiempo nos familiarizamos con las campanas y nos acostumbramos a vivir congraciados con sus tañar cada quince minutos e incluso llegamos a alegrarnos cuando suena al mediodía y anticipa al almuerzo. Pero el asunto  tan común para  nosotros, puede perturbar algún visitante extranjero que pasa más de dos días en el centro. ¡Qué es eso que suena? ¡Es el reloj de la casa? ¡Cuando suena? No, el reloj de casa suena cada media hora y es más chiquito. Entonces les cuento la historia del reloj de la Iglesia, del gusto de mi padre al oír las campanas del domingo cuando volvieron a sonar y terminamos en la Plaza solo por oírlo sonar en un cuarto de hora. ¡Oh, qué increíble, suena exacto cada 15 minutos! 

Ya más avanzada la mañana, a medida que van abriendo los negocios, aumenta el tráfico en el barrio y la calle se llena de motos, autos y algún bus turístico. Todos quieren llegar antes del mediodía al supermercado para salir lo antes posible pero por una extraña ley del tiempo, la gente llega casi toda a la misma vez y los cajeros se topean con ansiosos vecinos dispuestos a pasar el domingo en familia haciendo un asado. Entonces pasado el trajín del mediodía la quietud vuelve a restablecerse durante la siesta para disfrutar de una tranquila digestión.  A la tarde, conforme llega la noche y las campanas siguen sonado, por otra extraña ley de los pueblos, los chicos y no tan chicos empiezan a girar por la plaza hasta la avenida y así sucesivamente hasta que la noche o el hambre los llame a sus hogares otra vez y el bullicio de la semana que llega empiece a sonar otra vez. 

Crónica de costumbre antes del COVID

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